martes, 3 de noviembre de 2015

San Martín de Porres (1579 - 1639)



Nació en la ciudad de Lima, Perú, el día 9 de diciembre del año 1579. Fue hijo de Juan de Porres, caballero español de la Orden de Calatrava, y de Ana Velásquez, negra libre panameña.
A los doce Martín entró de aprendiz de peluquero, y asistente de un dentista. La fama de su santidad corría de boca en boca por la ciudad de Lima.
Martín conoció al Fraile Juan de Lorenzana, famoso dominico como teólogo y hombre de virtudes, quien lo invita a entrar en el Convento de Nuestra Señora del Rosario.
Las leyes de aquel entonces le impedían ser religioso por el color y por la raza, por lo que Martín de Porres ingresó como Donado, pero él se entregó a Dios y su vida estuvo presidida por el servicio, la humildad, la obediencia y un amor sin medida.
San Martín tenía un sueño, que Dios le desbarató: "Pasar desapercibido y ser el último". Su anhelo más profundo siempre fue de seguir a Jesús. Se le confió la limpieza de la casa; por lo que la escoba fue, con la cruz, la gran compañera de su vida.
Sirvió y atendió a todos, pero no fue comprendido por todos. Un día cortaba el pelo a un estudiante: éste molesto ante la mejor sonrisa de Fray Martín, no dudó en insultarlo: ¡Perro mulato! ¡Hipócrita! La respuesta fue una generosa sonrisa.
San Martín llevaba ya dos años en el convento, y hacía seis que no veía a su padre, cuando éste lo visitó y después de dialogar con el Padre Provincial, éste y el Consejo Conventual deciden que Fray Martín se convierta en hermano cooperador. El 2 de junio de 1603 se consagró a Dios por su profesión religiosa.
El Padre Fernando Aragonés testificó: "Se ejercitaba en la caridad día y noche, curando enfermos, dando limosna a españoles, indios y negros, a todos quería, amaba y curaba con singular amor". La portería del convento es un reguero de soldados humildes, indios, mulatos, y negros; él solía repetir: "No hay gusto mayor que dar a los pobres".
Su hermana Juana tenía buena posición social, por lo que, en una finca de ella, daba cobijo a enfermos y pobres. Y en su patio acogía a perros, gatos y ratones.
Pronto la virtud del moreno dejó de ser un secreto. Su servicio como enfermero se extendía desde sus hermanos dominicos hasta las personas más abandonadas que podía encontrar en la calle. Su humildad fue probada en el dolor de la injuria, incluso de parte de algunos religiosos dominicos.
Cuando vio que se acercaba el momento feliz de ir a gozar de la presencia de Dios, pidió a los religiosos que le rodeaban que entonasen el Credo. Mientras lo cantaban, entregó su alma a Dios. Era el 3 de noviembre de 1639.

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