sábado, 3 de mayo de 2014

Santos Felipe y Santiago



San Felipe
Cuando siguieron a Jesús, Felipe demostró una docilidad como la de Pedro y la de Juan. “Sígueme", le dijo el Señor un día junto al lago de Genesareth, su lago, porque también él era de Bethsaida; y en seguida lo dejó todo, casa, mujer, hijas pequeñas, todo lo abandonó por seguir a Jesús. Y Jesús lo aceptó en su compañía; pero sin manifestarle predilección especial, como la demostrada con Simón hijo de Juan y Santiago y Andrés, su amigo.
Natanael llega contagiado por Felipe: “He encontrado a un Rabí de Nazaret, que debe ser el Cristo." Y sigue con Jesús, el Mesías descubierto, y se arrima a El para no perder su palabra, ni su gesto, ni su mirada.
En los campos de Frigia, pasó Felipe los últimos años de su vida. Allí predicaba y bautizaba, ayudado por sus dos hijas, que habían consagrado su virginidad a Cristo y habían seguido a su padre en su misión. Alguna vez cruzaba el río y entraba en la vecina ciudad de Laodicea para cultivar la semilla que había sembrado allí el Apóstol Pablo.
San Santiago
Santiago, escucha atento, camina silencioso. Es un espíritu austero. Es pariente del Señor. Nacido en Cana, cerca de Nazaret. María, la madre de Jesús y su madre, María de CIeofás, son cuñadas, pues José el carpintero es hermano de su esposo. Es sobrino de la Madre Dios, es hermano de Jesús, uno de los pocos hermanos de Jesús que creyeron en él. Aunque los preferidos son Pedro y Juan, Santiago no vacila; no se queja; recoge humildemente las parábolas del Señor y piensa en las palabras de Cristo: "Todo el que hiciere la voluntad de Padre que está en los Cielos, ése es mi amigo, mí hermano y mi madre." Y llega el día de la dispersión.
Santiago el Menor presidía en la caridad como primer obispo de la más antigua de las Iglesias, Jerusalén. Era un obispo sin mancha, con enorme apego a la tradición, con semblante lleno de dignidad, majestuoso en su caminar, prestigioso en su palabra, con inmenso y profundo espíritu de oración y con austeridad subyugadora.
Se parecía a Juan el Bautista, y algo, quedaba del mosaísmo en su figura de la era apostólica, destinada a conducir hasta el sepulcro a la sinagoga. Santiago vivía en la Ciudad: ni comía carne, ni bebía vino, ni usaba calzado, ni se bañaba, ni se ungía, ni se cortaba nunca el cabello. Su único vestido era una túnica, y el manto de lino. Sus miembros estaban como muertos, dice San Juan Crisóstomo; y las rodillas recordaban la piel del camello. Era la reminiscencia de la Antigua Ley, amante de la disciplina inflexible, de las minuciosas prescripciones. El espíritu nuevo de Jesús no había conseguido borrar del todo su educación en la sinagoga.
La presencia de este hombre en Jerusalén fue una bendición, pues muchos israelitas a quienes la elocuencia de Pablo hubiera alejado de la fe, se dejaron ganar por el asceta, que hablaba la lengua de los libros sagrados y exaltaba "la ley real, la ley perfecta que condena a los prevaricadores, la ley santa que no debe ser quebrantada en un solo punto sin quedar completamente violada".
Muchos judíos se convirtieron pues escuchaba a su obispo que les decía que podían seguir siendo fieles a Moisés, adorando en el templo al Dios de Israel, "Padre de las luces, que se revelaba a ellos en su Hijo Jesús", como. Renunciaban a sus familias sacerdotales, pero Santiago era para ellos el sumo sacerdote. En sus reuniones le veían sentado sobre el trono pontifical, llevando en la frente la insignia de los descendientes de Aarón, la placa de oro con los caracteres sagrados que decían: "Santidad de Yahvé".

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