Santos Felipe y Santiago el menor
Siguieron a Jesús a través de los caminos polvorientos y se sentaron a descansar con Él junto a la misma fuente. ¿Torpes y duros de corazón, ambiciosos ante las parábolas del Reino, indecisos, cobardes, celosos de sus privilegios, impacientes ante la recompensa? Ellos mismos lo han confesado ingenuamente. Pero ¿y su generosidad y entusiasmo y el ímpetu del amor para seguir a un hombre que les prometía pobreza, y predicaba mansedumbre y perdón? Pocos tuvieron su valor.
Cuando siguieron a Jesús, Felipe demostró una docilidad como la de Pedro y la de Juan. “Sígueme", le dijo el Señor un día junto al lago de Genesareth, su lago, porque también él era de Bethsaida; y en seguida lo dejó todo, casa, mujer, hijas pequeñas, todo lo abandonó por seguir a Jesús. Y Jesús lo aceptó en su compañía; pero sin manifestarle predilección especial, como la demostrada con Simón hijo de Juan y Santiago y Andrés, su amigo.
En los campos de Frigia, pasó Felipe los últimos años de su vida. Allí predicaba y bautizaba, ayudado por sus dos hijas, que habían consagrado su virginidad a Cristo y habían seguido a su padre en su misión. Alguna vez cruzaba el río y entraba en la vecina ciudad de Laodicea para cultivar la semilla que había sembrado allí el Apóstol Pablo.
Santiago el Menor presidía en la caridad como primer obispo de la más antigua de las Iglesias, Jerusalén. Era un obispo sin mancha, con enorme apego a la tradición, con semblante lleno de dignidad, majestuoso en su caminar, prestigioso en su palabra, con inmenso y profundo espíritu de oración y con austeridad subyugadora.
Incluso para los gentiles convertidos, Santiago era una autoridad. San Pablo le llamaba "Columna de la Iglesia", aunque su espíritu era muy diferente que el del obispo de Jerusalén.
Santiago no discute, como San Pablo; ni profundiza en los grandes misterios de la fe; exhorta sencillamente, propone una norma de conducta, y arranca la cizaña. Propone a los perseverantes "la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman, y recuerda la ley primordial de la caridad".
En el año 62, Festo, procurador de Judea, acababa de morir. Momento propicio. Santiago, en oración delante del Tabernáculo, fue llevado a presencia de Anás, sumo sacerdote, hijo del Anás que condenó a Jesús. En la terraza del templo, se celebró el juicio. "¡Hosanna al Hijo de David!", repetía el anciano, hasta que, lanzado de la altura, tiñó con su sangre aquella piedras que pronto sufrirían el incendio.
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