
Daniel Comboni nació en Limone sul Garda (Brescia, Italia) el 15 de marzo de 1831, en una familia de campesinos al servicio de un rico señor de la zona. Su padres eran Luigi y Doménica, y él era el cuarto de ocho hermanos, de los cuales la mayoría murió al poco tiempo de nacer. Ellos tres forman una familia unida, de fe profunda y rica de valores humanos, pero pobre de medios materiales. La pobreza de la familia empujó a Daniel a dejar el pueblo para ir a la escuela a Verona, en el Instituto fundado por el sacerdote don Nicola Mazza para jóvenes prometedores pero sin recursos.
Durante estos años pasados en Verona Daniel descubrió su vocación sacerdotal, cursó los estudios de filosofía y teología y, sobre todo, se abrió a la misión de África Central, atraído por el testimonio de los primeros misioneros del Instituto Mazza que volvían del continente africano. En 1854, Daniel Comboni fue ordenado sacerdote y tres años después partió para la misión de África junto a otros cinco misioneros del Instituto Mazza, con la bendición de su madre Doménica, que llegó a decir: «Vete, Daniel, y que el Señor te bendiga».
Después de cuatro meses de viaje, el grupo de misioneros del que forma parte Comboni llegó a Jartum, la capital de Sudán.
Daniel se dió cuenta en seguida de las dificultades que la nueva misión comporta. Fatigas, clima insoportable, enfermedades, muerte de numerosos y jóvenes compañeros misioneros, pobreza de la gente abandonada a sí misma, todo ello lo empujaba a ir hacia adelante y a no aflojar en la tarea que ha iniciado con tanto entusiasmo.
Cuando regresó a Italia, el recuerdo de África y de sus gentes lo empujó a preparar una nueva estrategia misionera. En 1864, recogido en oración sobre la tumba de San Pedro en Roma, tuvo una fulgurante intuición que lo llevó a elaborar su famoso «Plan para la regeneración de África», un proyecto misionero que puede resumirse en la expresión «Salvar África por medio de África», fruto de su ilimitada confianza en las capacidades humanas y religiosas de los pueblos africanos.
En medio de muchas a incomprensibles dificultades, Daniel intuyó que la sociedad europea y la Iglesia debían tomarse más en serio la misión de África Central. Para lograrlo se dedicó con todas sus fuerzas a la animación misionera por toda Europa, pidiendo ayudas espirituales y materiales para la misión africana tanto a reyes, obispos y señores como a la gente sencilla y pobre. Y fundó una revista misionera, la primera en Italia, como instrumento de animación misionera.
Su inquebrantable confianza en el Señor y su amor a África lo llevaron a fundar en 1867 y en 1872 dos Institutos misioneros, masculino y femenino respectivamente; más tarde sus miembros se llamarán Misioneros Combonianos y Misioneras Combonianas.
Como teólogo del Obispo de Verona, participó en el Concilio Vaticano I, consiguiendo que 70 obispos firmen una petición en favor de la evangelización de África Central (Postulatum pro Nigris Africæ Centralis).
El 2 de julio de 1877, Comboni fue nombrado Vicario Apostólico de Africa Central y consagrado Obispo un mes más tarde. Este nombramiento confirmó que sus ideas y sus acciones, que muchos consideran arriesgadas e incluso ilusorias, eran eficaces para el anuncio del Evangelio y la liberación del continente africano.
Durante los años 1877-1878, Comboni sufrió en el cuerpo y en el espíritu, junto con sus misioneros y misioneras, las consecuencias de una sequía sin precedentes en Sudán, que diezmó la población local, agotó al personal misionero y bloqueó la actividad evangelizadora.
En 1880 Comboni vuelvió a África por octava y última vez, para estar al lado de sus misioneros y misioneras, con el entusiasmo de siempre y decidido a continuar la lucha contra la esclavitud y a consolidar la actividad misionera. Un año más tarde, puesto a prueba por el cansancio, la muerte reciente de varios de sus colaboradores y la amargura causada por acusaciones infundadas cayó enfermo. El 10 de octubre de 1881, a los 50 años de edad, marcado por la cruz que nunca lo ha abandonado «como fiel y amada esposa», murió en Jartum, en medio de su gente, consciente de que su obra misionera no moriría.
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