
Una mañana del 18 de Julio de 1880 nació en un campo militar de Avor, cerca de Bourges (Francia), un pequeña beba llamada Isabel. Su familia está inquieta porque los médicos habían dicho que el bebé no podrá salvar su vida. María Rolland, su mamá, espera su primera hija. Todos rezan y se ofrecían misas por la nueva criatura. En contra de todos los pronósticos la niña llegó a este mundo “muy hermosa y vivaracha”. Cuatro días después, el 22 de julio, fue bautizada con el nombre de Isabel Josefina.
De chiquita no fue a la escuela porque las instituciones del estado eran demasiado laicas, pero en cambio recibió la formación más elemental en casa.
El 19 de abril de 1891 tomó la Primera Comunión.
En los años siguientes sus cartas ya nos hablaban de su experiencia de ser amada por Dios, como la que les escribió a su tía en ocasión de la rememoración de las vacaciones que pasaron juntas en 1894: "¿Te acuerdas de nuestros paseos por la sierra durante la noche, a la luz de la luna, mientras escuchábamos las alegres campanadas? ¡Oh, tía, qué bello estaba el valle a la luz de las estrellas, esa inmensidad, ese infinito, todo me hablaba de Dios” (C 139).
Así era Isabel, humana y divina, centrada en el interior y viviendo las alegrías de la vida. Con frecuencia participaba en veladas y bailes que organizaban las familias militares. En estos lugares la joven Isabel quiere ser como el sol que irradia su luz.
El 2 de agosto de 1901 entró en el Carmelo. Una vida dedicada por entero a la oración. Una comunidad de hermanas que vivían el ideal de santa Teresa. Una sencillez en el uso de las cosas y en el trato con las personas. Un ideal apostólico que amplía sus horizontes al mundo entero. El Epistolario reflejaba de una forma maravillosa sus primeras impresiones. “No encuentro palabras para expresar mi dicha”, “aquí ya no hay nada, sólo Él…Se le encuentra en todas partes, lo mismo en la colada que en la oración” (C 91).
El 11 de enero de 1903, domingo y fiesta de la Epifanía, ante la comunidad carmelitana de Dijon, Isabel pronunció sus votos religiosos. Se sientía invadida por Dios y su abundante gracia.
El año 1904 fue muy significativo. El 21 de noviembre Isabel lo pasó ante el Santísimo. Por la noche redactó una oración, que es expresión de su entrega al Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dice así:
“¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayudadme a olvidarme enteramente para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de vos, ¡mi Inmutable!, sino que cada minuto me haga penetrar más en profundidad de vuestro misterio. Pacificad mi alma, haced de ella vuestro cielo, vuestra morada amada y el lugar de vuestro reposo. Que no os deje allí jamás solo, sino que esté allí toda entera, completamente despierta en mi fe, en adoración total, completamente entregada a vuestra acción creadora”.
Ella había descubierto su vocación en la Iglesia: ser para Dios “una alabanza de gloria” (Ef 1,6), hasta tal punto que esta mística francesa lo tomó como un nombre simbólico, laudem gloriae, “alabanza de gloria”.
Los días 7 y 8 de noviembre estuvo en silencio. Las últimas palabras que le oyeron sus hermanas de comunidad fueron: “Voy a la Luz, al Amor, a la Vida”. En el amanecer del 9 de noviembre de 1906, dejó de respirar. Las que estaban allí presentes se dieron cuenta que Isabel había emprendido el viaje a la Trinidad que tanto amó en la tierra y como un profeta nos llama a cada uno a disfrutar de su Presencia en lo cotidiano de la vida.
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